
Fragmentos de Alfonso de Toro
OBSERVACIONES PROLOGÓMENAS
La construcción y divulgación de un canon literario, sea éste en el contexto de las literaturas nacionales o de la literatura universal, provoca hasta hoy fuertes debates ya que representa algo elitista, lo más eximio de la literatura de una cultura como así también la inmortalidad de los autores. Todo esto constituye a su vez el prestigio de un país como nación cultural.
Se argumenta que el canon en el nivel de las literaturas nacionales contribuye o se presta para la construcción de las identidades nacionales y está relacionado con aspectos del poder cultural institucional, de la conciencia y orgullo de los valores de una nación, de un continente o de una cultura determinada. Colegios y universidades, por ejemplo, imponen un canon en sus listas de autores y obras de lectura obligatoria para exámenes.
Mientras que los autores y las obras que incorporan el canon constituyen la cúspide de la cultura, los que quedan excluidos parecen caer en un grupo de segunda categoría. Términos como ‘elite’, ‘eximio’ o ‘segunda categoría’ son el producto de una selección a priori, la mayoría de las veces sobre la base de criterios arbitrarios y puramente subjetivos que no alcanzan a tener una legitimación lógica ni científica, pero que son formulados de tal forma, como lo hemos experimentado en el debate que provocó en Alemania la antología de Marcel Reich-Ranicki, Der Kanon. Die deutsche Literatur.
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Mas, un debate científico fundamental respecto al canon ya se ha llevado a cabo a más tardar con el discutido y fascinante libro de Harald Bloom The Western Canon (1994), y su renovación con el libro de Dietrich Schwanitz, Bildung. Alles was man wissen muss, un debate que, por lo demás, se viene dando desde la Poética de Aristóteles y que en cada época se reinicia en el contexto de la discusión de los “anciens et modernes”, ya sea con el “dolce stilo novo” proclamado por Dante o con Speroni Sperone en Questione delle lingue; con la Pléiade con du Bellay, La Defense et l’Illustration de la langue françoyse; con Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo de Lope de Vega; con la concepción de “drame” de Hugo en su Préface de Crowmell; con la obra de Borges en los años 20 y 30 (por ejemplo con El tamaño de mi esperanza, Inquisiciones, El idioma de los argentinos, Evaristo Carriego) o con la Nouvelle Critique y el nouveau roman en Francia o la ‘nueva novela’ en Latinoamérica.
En todos estos casos siempre se trató de la construcción de paradigmas y de la imposición de un determinado concepto de literatura, esto es, de un canon.
El canon literario está del mismo modo estrechamente relacionado con las diversas escuelas literarias y estéticas (realismo, naturalismo, surrealismo, expresionismo, realismo mágico; todas ellas quiere imponer un canon...) y con las teorías literarias tales como el formalismo ruso, el estructuralismo, la hermenéutica, la estética de la recepción..., lo cual es típico particularmente en Francia. El canon literario está especialmente ligado a la recepción y discusión sobre obras precedentes y el caso de Borges es en este aspecto ejemplar. Este último se destaca porque hace confluir lo teórico y lo ficcional en su obra, parece estar siempre tratando problemas teóricos y del canon literario en su propia práctica literaria en cuanto cita cataratas de autores y obras, escribe ensayos sobre numerosos y muy diversos autores (Cervantes, Flaubert, Kafka,
Berkeley, Leibniz, Schopenhauer, Chesterton, Wilde, Wells, Gibbon, James, Quevedo, de Quincey...) o sobre literatura, así en El tamaño de mi esperanza, Inquisiciones, El idioma de los argentinos, en Evaristo Carriego, en Otras Inquisiciones, en Discusión y, finalmente lo que resulta más evidente, edita antologías, por ejemplo la Antología de la Literatura Fantástica (con Bioy Casares y Silvina Ocampo) y su Biblioteca personal. Podríamos decir que toda la obra de Borges no es otra cosa que la lucha contra y por el canon, lo que Harold Bloom (1994: 434) considera como la característica predominante de su práctica y concepción literaria: Fuera de los laberintos –asevera Bloom– Borges es “the literary metaphycian of the age”.
Todas estas formas de práctica literaria conllevan, por lo general, una premeditada selección de autores y obras, es decir, a la formación de un canon.
El término ‘canon’ es de por sí un término normativo. Sin entrar en este lugar al conocido debate de los defensores y detractores de un canon vigente, debemos constatar que también aquellos que reclaman cánones particulares como de la literatura gay, chicana o afroamericana, repiten el mismo modelo al otro lado: operan con los procedimientos de selección, es decir, de exclusión e inclusión de autores y de obras.
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El canon es empleado con diversas funciones, por ejemplo para establecer un orden cronológico o de temas o de regiones que sirven de base para las historias de la literatura.”
“El canon está pues –según Bloom– constituido por libros que han sobrevivido gracias a su propia fuerza, él entiende el canon como un fenómeno que se autogenera o regula y que el lector genial y preparado será el elegido para captar el verdadero canon.”
“Por otra parte, es importante recalcar que a pesar de una fuerte intención universalizante, el canon no es para Bloom algo meramente normativo y prefigurado a priori, sino algo dinámico. Tampoco es algo que tenga que ver con ideologías morales, políticas o educacionales, ni que tenga que cumplir con propósitos y funciones determinadas. Bloom oscila entre ideología y conceptos operativos que se contradicen:
The Western Canon, despite the limitless idealism of those who would open it up, exists precisely in order to impose limits, to set a standard of measurement that is anything but political or moral. (Bloom 1994: 33)
Todas estas funciones son externas al canon y se les atribuyen a posterior por grupos interesados. El canon según Bloom es el resultado de un fenómeno elitista, subjetivo e individual, de placer de un lector solitario cuyo juicio luego con los siglos de disputas y lecturas transciende su estado subjetivo e individual para establecerse como matriz universal:
The canon, once we view it as the relation of an individual reader and writer to what has been preserved out of what has been written, and forget the canon as a list of books for required study, will be seen as identical with the literary Art of Memory, not with the religious sense of canon. (Ibíd.: 17)
Asimismo, Bloom agrega otros aspectos que merecen ser mencionados. Por ejemplo, el criterio de la “strangeness” que es “[…] a mode of originality that either cannot be assimilated, or that so assimilates us that we cease to see it as strange” (Ibíd.: 6). “Strangeness” es un “uncanny startlement rather than a fulfillment of expectations […] the ability to make you feel strange at home” o “of making as at home out of doors, foreign, abroad” (Ibíd.: 3)”
“Harold Bloom nos propone un recorrido por dichos autores, retomando la antigua idea de canon, es decir, el catálogo de libros preceptivos, de libros de escritores que se han convertido en canónicos, en autoridades de nuestra cultura (occidental, por supuesto). De entrada, en el Prefacio y Preludio, afirma que todas las obras literarias nacen como respuesta a otras anteriores: Los grandes textos son siempre reescritura o revisionismo, y se fundan sobre una lectura que abre espacio para el yo, o que actúa para reabrir viejas obras a nuestros recientes sufrimientos. Los originales no son originales, pero esa ironía emersoiana cede la palabra al pragmatismo emersoniano, según el cual el inventor sabe cómo pedir prestado (página 21). La originalidad, en suma, debe combinarse con la herencia, con la angustia de las influencias. ” (En Shakespeare y los otros, Octavio Aguilera)
Fragmentos de Harold Bloom
“Este libro estudia a veintiséis escritores, necesariamente con cierta nostalgia, puesto que pretendo aislar las cualidades que convierten a estos autores en canónicos, es decir, en autoridades en nuestra cultura” Pág. 11
“Con la mayoría de estos veintiséis escritores he intentado enfrentarme directamente a su grandeza: preguntar qué convierte al autor y las obras en canónicos. La respuesta, en casi todos los casos, ha resultado ser la extrañeza, una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña”. Pág. 13
“Los cánones, que niegan la distinción entre saber y opinión y son instrumentos de supervivencia construidos para que resistan el tiempo, no la razón, son por supuesto deconstructibles, si la gente creyera que tales cosas no deben existir, probablemente encontraría el modo de destruirlas. Su defensa ya no puede ser asumida por un poder institucional central; ya no pueden ser obligatorios, aunque de no existir, resulta difícil, imaginar cómo las instituciones académicas podrían llevar a cabo sus actividades normales, incluida la contratación de profesores.”
Kermode. (1985) Formas de atención. citado por H.B. en Pág. 13/14
“La manera de destruir el canon, tal como indica Kermode, no es ningún secreto, y el proceso está bastante avanzado. No me interesa, como este libro dejará claro repetidamente, el actual debate entre los defensores del ala derecha del canon, que desean preservarlo en virtud de sus supuestos (e inexistentes) valores morales, y la trama académico-periodística, que he bautizado como Escuela del Resentimiento, que desea derrocar el canon con el fin de promover sus supuestos (e inexistentes) programas de cambio social.” Pág. 14
“Como formulador del concepto crítico que una vez bauticé como la angustia de las influencias, he visto como la Escuela del Resentimiento repetía insistentemente que tal idea se aplicara sólo a los Varones Europeos Blancos y Muertos, y no a las mujeres y a lo que pintorescamente denominamos “multiculturalistas”...” Pág. 17
Concepto clave, y muy controvertido, de su pensamiento es lo que denomina «angustia de la influencia» (the anxiety of influence), experimentada como pugna creativa por todo creador con respecto a sus antecesores, en la cual se evidencian «las sombrías verdades de la competencia y la contaminación». Bloom reconoce en el proceso de “influencia literaria” o “la angustia de las influencias”7 un intertexto que determina la tradición poética, a su vez que observa las relaciones psíquicas, históricas y de imágenes que describen la interrelación entre textos. En este sentido, la carga de las influencias determina la originalidad significativa dentro de la tradición literaria occidental. Ésta, a su vez, acude a un proceso dialéctico que supera la idea de un mero “amable proceso de trasmisión”. Por el contrario, se gesta una lucha, entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria y por supuesto la inclusión en el canon. Harold Bloom utilizó este término de manera irónica, al definir la postura de la Escuela del Resentimiento frente al proceso de la influencia literaria. Al respecto apunta: “...van incluso más lejos al afirmar que se hallan libres de cualquier angustia provocada por la contaminación: cada uno de ellos es Adán al despertarse. No conciben ningún momento en que no fuera como ahora, autocreados, autoengendrados, su genio es sólo suyo” (Ibíd. p. 17).
“Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a todos los demás escritores occidentales en agudeza cognitiva, energía lingüística y poder de invención.”(Shakespeare centro del canon) Pág. 55
¿Por qué leer a los clásicos?
Por Italo Calvino
Fuente: Mentat Escuela de Educación Mental
Boletín Nº 23 - 22/noviembre/05
http://www.edicionesdelsur.com/articulo_209.htm
Empecemos proponiendo algunas definiciones.
1. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...».
Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo xix son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan enseguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo ensayo.
Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:
2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.
En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:
3. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir:
4. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.
5. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura. La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:
6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Mientras que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:
7. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:
8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en
él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:
9. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela.
Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte, hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:
10. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.
Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé.
Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:
11. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.
Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:
12. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.
Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».
Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener que hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.
Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos
indica los atascos del tráfico y, las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:
13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
14. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.
ueda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.
Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.
Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.
Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos.
Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque «sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.
Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».